Era una vez, un hombre que tuvo
contacto con uno de los primigenios, escribió sus coordenadas en una tabla de
hielo, para saber cuándo ir y donde, el día en que despierte.
El hombre miro a su divinidad
fijamente, él era tan grande y pasional, que el profeta decidió entrenar por
generaciones a quien sucedería su sabiduría hasta que las coordenadas se hagan
ver entre los mares, y así sabría cuando aquella divinidad antigua que ha
recorrido miles de eones sobre el espacio aterrizaría en nuestro mundo.
Generación tras generación, el
sabio envejeció y fue pasando su conocimiento sin deformar la historia, no
obstante al llegar a cierta época, los acusaron de herejes y mandaron a matarlos
a todos, muchos de ellos fueron empalados y morbosamente asesinados hasta
sufrir destripamiento. Fue así cuando el tiempo se detuvo en el siglo XII.
Tropas armadas con arcos y flechas, custodiaban las coordenadas donde el
profeta (un hombre no muy viejo de barba larga y revoltosa con un cayado de
madera) debería ir. Así que el mismo, su hija y yo, entramos a través de túneles
antiguos que se usaban como cloacas, el hedor nauseabundamente rugoso penetraba
tanto en la piel que dejaba marcas de dolor en las almas de los antepasados,
miles de huesos y cráneos huecos, estampados
en paredes como si quisieran mimetizarse y contar una historia. Nos deslizamos
por aberturas que parecían colapsarse en cualquier momento.
La hija del profeta me pregunto
que si podía echar un vistazo por uno de los pliegues de rocas más arriba de su
padre, trepé y me asome a penas para divisar un grupo de soldados adoctrinados
por un hombre de mascara metálica y un atuendo monástico. Ellos estaban
preparándose para que cuando llegase la nueva abominación a esta tierra, puedan
combatirla y destruirla, las tropas se asemejaban a romanos con aquellas
crestas rojas, pero sus estandartes eran azules y su icono era un sigilo
antiguo, que según ellos es un sello de protección. Nos dividimos y atacamos en
flancos diferentes, masacramos a todos, yo arranqué uno de sus ojos y se lo
hice tragar hasta atragantarlo. Seguí acuchillando con la punta espinosa de
aquella flecha, una vez cubierto de sangre del enemigo, habíamos reclamado
venganza por muchas muertes del pasado; el profeta se dirigió al último
viviente, el hombre enmascarado, que al descubrir su cara se vio aquel rostro
de locura y degeneración, su deforme rostro podría hacer retorcer los huesos
hasta que la carne sea atravesada con la voz de un quejido haraposo.
El padre de la mujer de rojo, se
acercó al falso profeta y antes de que pudiéramos quitarle la información, se
lanzó al abismo cayendo y tronando sus huesos, de pronto esa risa macabra
aconteció una expresión de pánico y una lagrima plateada salió de su ojo
izquierdo y al caer al mar, el mismo prendió fuego al cuerpo y luego se
desvaneció como ceniza.
Nos dirigimos hacia el monte
donde se dieron las coordenadas, caminamos en subida hasta que los pies nos
sangraran, sin descanso, cubiertos por togas amplias, y el profeta llevaba
puesta la máscara metálica para pasar desapercibido a través de los soldados
que custodiaban la entrada a la península que se alzaba en ese monte. Llegamos
a un puesto, donde una señora vendía dijes con sellos primigenios, entre ellos
estaban Agga Arra y Bandar.
Llegamos a la cima de la montaña
donde había un sitio de sacrificio… el profeta se asomó el precipicio donde se
podía ver un cumulo de agua enorme que no tenía fondo, se quitó la máscara de
metal y alzando su cayado dirigió palabras hacia el viento que maullaba,
palabras que haría despertar a su dios.
Cuando los soldados se dieron cuenta que aquel hombre de gran barba no era el
profeta suyo, mientras apuntaban flechas, se vio en cámara lenta toda la
imagen, cuadro a cuadro, yo y su hija tratamos de defender a nuestro profeta,
el mesías verdadero. Pero antes de que pudieran matarlo el suelo empezó a
temblar, el tiempo volvió a la normalidad, los soldados no entendían que
sucedía hasta que en el medio del mar sobre aquella montaña en esa península.
Surgió de las aguas una torre enorme a 300 metros del pico donde el profeta
levantaba sus brazos para recibir a esa aversión reptante. Los soldados,
retrocedían mientras el temblor asesinaba al silencio sordo y las mareas
crecían. Aquella ciudad era R’lyeh donde habitaba un ser antropomórfico muy
conocido en estos días, pero tan popularizado que se perdió recuerdos de su
verdadera identidad.
Otro trueno se vio bajo el agua,
todos se tomaban de algo para no caer al precipicio, y ahí es cuando el profeta
anuncia la llegada, con sus palabras, un lenguaje primigenio que no se entendía
realmente, pero que atraía a las fuerzas más oscuras de aquel suburbio bajo el
mar, la torre reventó en pedazos y del medio nació un ente tan majestuoso como
abominable según quien lo viera, de espaldas se lo vio con dos grandes alas de
dragón, los humanos se veían como un grano de arena ante él.
Al darse vuelta gritó con su
aliento haciendo volar a muchos soldados y caer hacia abajo donde morirían como
cobardes. Su piel era tornada de naranja y verde. Eh ahí, el gran dios
primigenio que fue encadenado en el fondo del océano hace eones, que fue
traicionado y despertado para reinar en la oscuridad una vez más. Su nombre era,
es y será Cthulhu.